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Tizódromo 

El tablero es un espacio casi infinito, rectangular, que limita con la duda y el temor (debe tener otros vecinos pero aún no estoy muy seguro de sus nombres). Para percibirlo tal como es hay que aproximarse a él estando solo y de pie, mientras los demás permanecen sentados, atentos a los acontecimientos. Cuando uno avanza en gallada, el tablero pierde su fuerza y se convierte en espacio de burla y grosería.

El tablero es el lugar donde uno prueba su individualidad, un moderno coliseo que templa nuestro espíritu. De niños debemos aprender uno a uno a ser adultos, eficientes, competitivos; debemos aprender a encajar en la sociedad. Y nuestro sitio de encaje es el tablero. Ahí, demuestra uno lo que sabe y hacia dónde va.

Pero el tablero es un lugar vertical que no acepta al cuerpo; solo puede sostener ideas, números y letras. Signos de tiza. Mientras en el piso se está; en el tablero se significa. Esta caprichosa maqueta llamada cultura o sociedad (como prefieran), no pudo idear mejor reflejo (espejo) de sí misma que el tablero. Tablero apaisado, alargado hacia los lados, como una gran pintura que en su mera representación es inhabitable.

Mientras en el verdadero paisaje, en el parque, en la cancha, o en el patio, uno puede correr, sentarse, acostarse, revolcarse; en el tablero no. Por eso es tan importante, porque está lejos del suelo (no mucho pero sí lo suficiente), como una orgullosa ventana que mira al futuro. O eso nos dicen.

De tal manera, en el salón de clase se propone al tablero verde (sé que hay tableros negros, incluso unos de acrílico blanco para escribir con marcador, pero ni a Paulo ni a mí nos tocaron esos) como imitación del mundo. Un mundo plano lleno de presencias de tiza que van y que vienen, que aparecen y desaparecen.

En ese mundo plano, la tiza frágil, volátil, borrable, es el polvo que somos y en el cual nos convertiremos. Solo cuando la tiza toca el tablero, existimos. Y existimos, solo aceptando la norma; si nos salimos de la margen o hacemos lo que no corresponde, nos va mal y el maestro borra nuestro intento. Así, de borrada en borrada se vuelve pobre nuestro espíritu: se acostumbra a repetir lo que le dicen, a aceptar como cierto lo dado. Nuestro espíritu de tiza no sabe de cambios, ni de rebeldías.

Los cambios y las rebeldías se fraguan en el patio, o en la cancha de futbol, con el cuerpo sintiendo la gravedad (su peso), la cercanía del piso. De ahí viene El Tizódromo. Ejercicio de rebelión a cargo de un Paulo en sudadera, que delante de toda la clase, arranca el tablero, lo tira al piso, lo pisa. Lo hace área de juego? lo obliga a contener objetos o lo convierte en uno. El Tizódromo, cargado de melancolía, mezcla educación, absurdo y deporte en una serie de vestigios de fracasos que atestiguan la prepotencia del tablero, lo inhumano del aparato educativo y la fragilidad de nuestra alma de tiza.

 

Humberto Junca Casas.

Octubre 20 de 2009.

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